176.-Vigilar el proceder.

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Vigilar a todas horas la propia conducta. (4,48)

Después de habernos recordado las grandes verdades de la muerte, juicio, infierno y cielo, S. Benito  propone en los siguientes instrumentos unos consejos más especiales para los monjes y traza los rasgos de las virtudes más esenciales.
Nuestra vida se compone de muchos actos y recibe el valor de ellos. Si sin buenos nuestra vida será buena. Si nuestras acciones son tibias o malas, nuestra vida será tibia o mala.
De aquí el cuidado con el que tenemos que velar para que estas riquezas  que llevamos en nuestras manos, no dejarlas perder y así no tendremos que dar una cuenta  terrible el último día. El mal es más fácil de cometer, y el bien es más difícil de hacer.
Para que nuestros actos sena buenos, es necesario que todo en ellos sea bueno: objeto, el fin, las circunstancias.
Tres enemigos se disputan nuestras acciones. El demonio, el mundo y la carne.
El demonio está al acecho para impedir que obremos el bien. Su odio a Dios se vuelve contra su imagen que es el hombre y da vueltas como león rugiente, buscando a quien  devorar. Quiere devorar cada una de  nuestras acciones en su mismo nacimiento. Cuan necesario es estar despiertos para no dejarnos sorprender.
El mundo no puede suportar el bien en  nosotros. No tiene  valor de hacer el bien y nos envía  por encima de nuestros muros, sus emponzoñadas máximas y criterios. Incluso dentro del monasterio, el respeto humano, puede hacer sus estragos. Pueden ser pequeñas envidias, apreciaciones interesadas, ejemplos no edificantes.  Puede constituir un escollo en nuestro caminar.
En fin nuestra carne, nuestra naturaleza caída tiene horror al sacrificio,  tanto como su sed de placer, y busca como huir a la vista del sacrificio.
Buscarnos a nosotros mismos en nuestras acciones, este es el enemigo que principalmente debemos vigilar. Y tanto más tenemos que vigilar, cuanto ese amor a nosotros mismos, es muy sutil para esconderse bajo la apariencia de virtud. Busca por encima de todo contentarse a sí mismo, en lugar de buscar el contento de Dios. Puede incluso encontrar su satisfacción en las mismas penitencias, en la oración, en el silencio o en la conversación. Podemos buscarnos a nosotros mismos, tanto en las lecturas piadosas como en las frívolas, en el trabajo como en el reposo. Se puede manifestar tanto en una regularidad farisaica, que con  la disipación y un dejarse llevar. Tenemos que vigilar nuestro amor propio para no peder toda nuestra vida en su servicio.
De aquí que S. Benito nos propone examinar nuestra conducta no tres veces al día, como S. Ignacio, sino continuamente, a todas horas.

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