Después de presentarnos en el anterior instrumento, el temor del infierno, en este pone en nuestras manos otro instrumento, de mucha mayor importancia en nuestra vida ordinaria. Desear el Cielo.
Si tenemos la fe despierta, nace en nuestro corazón este deseo, pues en realidad aquí no vivimos, sino que vegetamos con mil calamidades y miserias. El Cielo es la verdadera vida. Aquí son muy raros los consuelos. Incluso los más puros, con frecuencia están impregnados de hiel. El Cielo es el colmo de todos los deseos. Deseos siempre colmados. La vida aquí está marcada con cruces y espinas, el Cielo es la liberación eterna de toda pena y contrariedad. Aquí el mundo y sus vanidades, llenan nuestro corazón de fastidio. El Cielo es la vida desprendida de los sentidos, en compañía de los santos, los ángeles, con Dios, en Dios.
Denota poca fe no desear el cielo. Y el monje tiene que ser un hombre que tiene sus ojos continuamente fijos en el Cielo. Más o menos implícitamente el deseo del cielo estaba presente en su entrada en el monasterio, ya que la búsqueda de Dios verdadera lleva implícita el deseo del Cielo.
Si llevamos una vida un tanto austera para la carne, es para alcanzar la gracia para que todos nuestros hermanos lleguen a la vida eterna, ya que el Cielo es la patria y esta la vida es el viaje hacia ella.
El pensamiento del Cielo encierra fuerza y valor para todo y hacen mirar al horizonte para ver si se descubre ya las montañas de la Patria. Para el verdadero creyente es un consuelo el pensar que cada día está más cerca del término, del día más hermanos de su vida, en el que se le anuncia que ha llegado al fin de su carrera. (A este propósito es ejemplar y muestra de esto la reacción de la M. Mercedes, de Calatravas, que siempre estaba suspirando por el Cielo, y cuando el médico le comunicó su próxima muerte estallo en exclamaciones de alegría que dejaron confuso el médico que no era creyente, y que confirmaban que eran sinceros todos sus deseos anteriores)
Pero no todo deseo del Cielo es igualmente puro. Se puede desear el Cielo para escapar de los males presentes, del fastidio de una vida sin sentido, por deseo del gozo. Estos no son el deseo impaciente que S. Benito quiere ver en sus hijos cuando nos dice que deseemos con todas las fuerzas, con toda la codicia espiritual, el cielo.
El deseo que nos propone S. Benito es un deseo puro y sobrenatural. El Cielo para el monje es Dios. Dios contemplado cara a cara. Dios amado, Dios poseído. La penosa búsqueda de Dios en la vida de oración deja lugar a la visión beatífica, a la contemplación sin esfuerzo.
La unión velada e imperfecta que recibimos a través de la gracia santificante, se trasforma en la posesión intima y perfecta de Díos. En una la palabra, el Cielo es la liberación definitiva del pecado y sus consecuencias, el abrazo eterno de Dios y del alma.
He aquí por qué el monje cuya vocación es buscar a Dios, cuya vida entera está orientada a esta búsqueda, ha de suspirar por este Cielo tan deseado, que le permitirá gozar eternamente de Dios.
Tal es el deseo del Cielo que ha de tener un hijo de S. Benito. Y además quiere que este deseo sea ardiente. Y no como consecuencia de estar hastiado del mundo. El hastío del mundo, si está solo, solo puede producir amargura e impaciencia. No puede producir ese ardor que S. Benito nos propone en este instrumento.
El amor de Dios es el que inflama este deseo. Cuanto más amemos a Dios, más desearemos verle, amarle poseerle.
Por otra parte, la meditación del Cielo y nuestros suspiros por él, servirán no poco para aumentar el ardor de nuestro amor.
Mirando al cielo, descubrimos allí un lugar que Dios con todo su amor nos ha preparado desde toda la eternidad. Y ante esta contemplación exclamaremos: ¿Quien me dará a mí alas de paloma para volar y descansar? Dios mío, Dios por ti suspiro, mi alma tiene sed de ti. ¿Cuando veré tu rostro?
Si amamos ardientemente a Dios, desearemos también ardientemente el Cielo. Miremos al Cielo y esta mirada acrecentará nuestro amor a Dios.
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