Volvemos a reflexionar sobre este instrumento ya que es algo que a diario tenemos que ejercitamos.
Hemos de tener en cuenta que la esperanza es un acto de la voluntad. Lo expresa S. Benito con la expresión «Spem suam committere». Con esta expresión indica que no se trata de un dulce sueño, del que solamente tenemos que dejamos llevar, sino es un acto que tenemos que producir. Y ello porque la esperanza reside en la voluntad.
Para confiar en Dios no basta trazarse un cuadro seductor de los encantos de la confianza, ni tener la convicción de nuestra impotencia para todo bien sobrenatural. Tampoco tener un conocimiento de la bondad de Dios ni el conocimiento teórico de las promesas de Dios y de su fidelidad infinita. Todo esto pertenece al entendimiento. Pero es necesario un esfuerzo de la voluntad que se arroja en los brazos de Dios para descansar en El.
La esperanza tampoco está en el sentimiento. A pesar de las más dulces impresiones, puede ser que solo tengamos una confianza adormecida. Así mismo, a pesar de las impresiones contrarias a la esperanza podemos hacer actos de confianza muy verdaderos, muy sólidos y meritorios. Estos son los actos que tenemos que ejercitamos si queremos practicar la virtud de la esperanza.
La esperanza es un acto que cuesta. Toda virtud, «virtus» es un desarrollo de fuerza como lo indica su mismo nombre. Y la esperanza nos hace fuertes y valerosos en las dificultades.
Para alcanzar este desarrollo de fuerza, exige en primer lugar la oración. Y junto con ella, la acción, como si todo dependiera de nosotros. Tenemos que hacemos violencia seguros de la asistencia de la gracia. En las dificultades es donde se manifiesta la esperanza. Pero el gran sacrificio que la esperanza exige es el de nuestro amor propio, que tanto gusta de obrar por sí mismo, con sus solas fuerzas. Este amor propio se inmola cuando viendo todos nuestros recursos perdidos, nos arrojamos confiadamente en los brazos de Dios. Este es el acto heroico entre todos.
Lo difícil que resulta entregarse así en Dios, es la causa de que muchos, hablando maravillosamente del santo abandono, lo practiquen tan poco.
La virtud de la esperanza se adquiere con actos. Es una virtud infusa, pero si queremos vivir con esa confianza en Dios, tenemos que repetir actos de confianza para llegar a un hábito adquirido. Cuanto más enérgicos sean los actos, más rápidamente se adquiere la costumbre. En algunos casos, basta un acto heroico para adquirir una virtud, pero por regla general si queremos adquirir una virtud, es preciso repitamos los actos. Y también es a través de la repetición de actos como la conservamos y desarrollamos. Si cesan los actos, la facilidad adquirida disminuye e incluso se pierde. Si se quedan en la imaginación y no se llevan a la práctica, son ineficaces, y no pueden producir una virtud verdadera.
Se necesita por tanto actos frecuentes y actos prácticos, como en todas las virtudes. Así después de una falta, un fallo, devolvamos la calma a nuestro espíritu. En las tentaciones que nos solicitan al mal, perseveremos en una oración confiada. En los desalientos o momentos oscuros, no dejemos ninguna de nuestras obligaciones. No cesemos de hacer actos de confianza.
Finalmente, por los actos, llegamos a la perfección de la esperanza. El estado de abandono de que nos hablan las vidas de los santos, no es un sueño, un dejarse llevar. Es más bien una continuación no interrumpida de actos de confianza, que parece que se hacen espontáneamente, como connaturales.
Desde el momento que hay sueño, ya no hay virtud. Cuantos actos de confianza tenemos ocasión de hacer cada día. Sepamos aprovecharlos para alcanzar esa preciosa virtud de la esperanza.
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