151.-No inferir injuria a otro, e incluso, llevar con paciencia las que a uno mismo le hagan.

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Lo primero que podemos preguntarnos es a quien se dirige S. Benito en este instrumento. Sin duda  que la experiencia le ha enseñado a S. Benito que es una falta  que puede caer el monje. Y a la vez contempla al monje que es injuriado y le enseña a llevarlo con paciencia.
Cierto que en esto han cambiado los tiempos, en que los superiores probaban la virtud del monje con injurias. (Rance, su reforma). Pero la debilidad  de los hombres  sigue siendo la misma y el monje puede tener un mal cuarto de hora, y cuantas barbaridades se pueden hacer en un mal cuarto de hora, decía S. Francisco de Sales.
S. Benito en este instrumento  llama al monje a  dar un paso más. No solo debe  evitar todo movimiento de venganza, sino que ha de  calmar su alma, para abrazar con paciencia toda injuria, como dirá después en el cap. 7º.
Se trata de permanecer tranquilo bajo los golpes de la injuria, sin  excitarse, sin turbarse, sin  conmoverse, como una roca abatida por las olas, que queda más brillante y no se ha movido un ápice de su lugar. Tal es la conducta que debemos tener como ideal cuando por la providencia de Dios, podemos ser injuriados, sufrir algunas humillaciones e incomprensiones, bien sean de los superiores, bien de los hermanos. Este modo de proceder lo expondrá  con más detalle en el capítulo 7º sobre la humildad.
La paciencia en las injurias, ha sido mirada en toda la historia monástica como el rasgo característica del monje. A ejemplo de los santos Padres, siguiendo a San Cipriano y a Casiano, ha puesto en nuestras manos este instrumento y ha hecho una de las señales de la vocación del que se acerca al monasterio para ser monje.
El que sale perjudicado es el que hace una injuria a su hermano. Quiere quitarle un ligero bien temporal y no ve la grave pérdida que él sufre. Quizás pueda darse un naufragio total en sus bienes espirituales, cuando persiste en esa actitud. De nada sirve ante Dios el vestir un hábito y pasar horas en el coro o ante el Señor. Es como un cuerpo sin alma, es una apariencia de monje, sin ningún peso específico en la Iglesia ni en la comunidad.
Esto queda claramente manifestado en nuestras constituciones. La C. 16 dice textualmente en el nº 1 “Los hermanos tiene el derecho y el deber (fijémonos en el término: deber) de participar plenamente en la vida común, si bien esta participación puede ejercerse de diversas maneras.
Y en nº 2 de la misma constitución especifica más en concreto este modo de participar: Preocúpense por tanto de la salud espiritual de la comunidad, sabiendo que el buen celo de uno beneficia a todos,  mientras el malo perjudica”. Evidente que quien injuria a un hermano, está lleno del mal celo, y por tanto está perjudicando a toda la comunidad. Es un naufragio completo en todos sus bienes espirituales.
Si la injuria es grave, mata el alma, crucifica a Cristo de nuevo y se condena a la muerte eterna si no se retracta y pide perdón. Así habla S. Juan Crisóstomo. Y en otro lugar, el que hace injuria a su prójimo, cree difamar a su hermano, y lo que hace es difamarse a sí mismo. Se envilece a los ojos de los otros hermanos, se atrae las justas censuras de lo demás que detestan la injuria. En una palabra, queriendo envilecer a su hermano, le teje una corona de gloria y le atrae alabanzas.
Aquel que  soporta las injurias con paciencia, puede que pierda un bien aparente, una reputación, honor, pero si se atrinchera en la paciencia como en una fortaleza,  se hace  semejante a Cristo, poniéndose al abrigo de todo peligro. Conserva la paz, conserva la gracia y la amistad con Dios. En una  palabra, salva todos sus verdaderos bienes, y hace un bien la  Iglesia y a la comunidad como hemos dicho en el comentario a la Constitución 16.
La paciencia en las injurias, constituye un manantial de gloria. Y para la Iglesia  una fuente de gracia. Así lo enseña el magisterio: “Oh insondable misterio, que de la santificación de unos pocos, dependa la salvación de muchos”. (Pío XII)  A los ojos de Dios  podemos decir, se hace más grato porque  se hace semejante a la imagen de su Hijo, el Hombre de Dolores por excelencia  y el Padre le dirige, como a Jesús, estas palabras consoladoras:  Este es mi hijo amado en quien tengo todas mis complacencias.

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