iempre que en el monasterio hayan de tratarse asuntos de importancia, el abad convocará a toda la comunidad, y expondrá el personalmente de qué se trata. Una vez oído el consejo de los hermanos, reflexione a solas y haga lo que juzgue más conveniente. (3,1-2) Hazlo todo con consejo, y después de hecho no te arrepentirás. (3,13)
Ya hemos comentado en general el contenido de este capítulo, veamos ahora con detenimiento los párrafos del mismo. Y como ya he indicado en el cap. 2º, las orientaciones que S. Benito ofrece al Abad para el gobierno del monasterio, podemos aplicárnoslas todos y cada uno de los monjes, en nuestro vivir cotidiano.
La simple razón nos dice que nuestras luces son limitadas. Que nuestro amor propio interesado es mal juez para tomar decisiones que puedan suponernos alguna renuncia o esfuerzo. Y si miramos a nuestra experiencia, ¿no nos hemos engañado bastantes veces por confiar ciegamente en nosotros mismos?
La humildad nos lleva a creer en las luces que puedan darnos los hermanos, aunque esto suponga una abnegación de nuestro juicio. Así el monje humilde busca el consejo tanto de los superiores como de los hermanos para mejor descubrir la voluntad de Dios.
La actitud interna al solicitar el consejo ha de ser de humildad, de sinceridad, y después seguirlo con sencillez, si lo encuentra razonable.
¿Y si no tenemos suficiente humildad para pedir consejo con naturalidad? esta práctica nos dará ocasión de adquirirla.
Por todas estas razones, S. Benito quiere que el abad aún en las cosas poco importantes, escuche a su consejo. Y el monje a quien S. Benito le prohíbe seguir su propia voluntad, ha de tener muy en cuenta la importancia de pedir consejo para descubrir mejor la voluntad de Dios sobre él.
El que no recurre nunca a las luces de sus hermanos, no tiene ciertamente el espíritu de S. Benito. Y esto se puede afirmar con más razón de aquel que nunca tiene que pedir consejo ni nada que decir a sus superiores.
S. Benito termina el capítulo indicando que ha sido en la escuela del Espiritu Santo, donde ha se ha inspirado para establecer este modo de proceder citando, Prov. 31,3, terminando así este capítulo.
La providencia de Dios, que no da oráculos como en otro tiempo, en el arca de la Alianza, ni nos envía Ángeles del cielo para manifestarnos su voluntad, se sirve de los hombres que nos rodean para hacernos conocer sus deseos, y a los hombres debemos dirigirnos para discernir lo que Dios quiere.
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