212.-Fidelidad cotidiana.
Practicar con los hechos cada día los preceptos del Señor. (4,61)
Esta máxima con la siguiente, amar la castidad, son temas que aparecen situados sin lógica en este contexto.
Al comienzo de este capítulo 4º propuso los preceptos fundamentales de la ley del Señor, queriendo así destacar que son la base necesaria para toda virtud.
Después de recordarnos que aspiremos a la verdadera santidad, añade en esta máxima que la santidad está basada ante todo en el cumplimiento de los mandamientos. No el que dice Señor, Señor, sino el que hace la voluntad de mi Padre, dirá Jesús, es el que entra en el Reino.
Este recuerdo es muy necesario debido a la fragilidad de nuestra naturaleza que teniendo horror a una continua violencia necesaria para ser fieles y alcanzar una virtud sólida, gusta lanzarse al espacio con las alas de la imaginación, persiguiendo una sanidad aparente.
Se puede hablar admirablemente de la vida espiritual y de sus diferentes fases, hablar de la oración y sus grados y quedar un tanto a la sombra la fidelidad a los mandatos esenciales del Señor. En este caso se estaría construyendo sobre arena.
No hay virtud que no tenga su raíz en los mandamientos del Señor. Todas las virtudes son la expresión de uno o varios preceptos. Cumpliendo el primer mandamiento, llegamos al amor puro, al desprendimiento de las criaturas, a la vida de fe y de oración, a la humildad prefecta. Cumpliendo el segundo, cumpliremos los votos sagrados que nos unen al Señor. Si somos fieles en el cuarto mandamiento, tendremos el amor, el respeto, la obediencia filial a la autoridad y a los hermanos.
Los consejos evangélicos son flores que nacen naturalmente del perfecto cumplimiento de los preceptos, pues como Jesús decía, no ha venido a destruir la ley sino a darla plenitud.
Lo que hace que la santidad sea más o menos prefecta, es el mayor o menor amor que tenemos a la voluntad de Dios. Que sea más puro el motivo que nos mueva en el cumplimiento de los deberes de cada día. Es esta la cumbre más alta a que podemos aspirar.
Otros fenómenos extraordinarios que se dan en algunas almas no son más que unos adornos que el Señor da a quien le place. Nada más elevado y meritorio para nosotros y nada más grande para glorificar a Dios, que hacer amorosamente lo que El desea y como lo desea.
No es el acto mismo lo que glorifica a Dios, sino la conformidad amorosa de nuestra voluntad con la voluntad de Dios. Y esta voluntad está expresada fundamentalmente en los mandamientos.
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