Confesar cada día a Dios en la oración, con lágrimas y gemidos, las culpas pasadas. (4,58)
El día anterior vimos el pensamiento de Casiano tal como lo propone en la Colación 20, sobre el particular, y que sin duda fue una fuente de inspiración para S. Benito al redactar este instrumento.
Llorar los pecados y corregirnos de ellos, tales son los frutos que S. Benito propone que saquemos de nuestro encuentro con Dios en la oración. Esta es una actitud muy conveniente para aquel que está aún en la vida purgativa, purificándose de sus malas inclinaciones. Como hijo pródigo, salido del pecado recientemente, colmado de gracias por la misericordia de Dios, cubierto otra vez del ropaje de la inocencia y colocado entre los hijos de Dios en el monasterio. Y es que apenas puede hacer en estas circunstancias otra cosa que derramar lágrimas de compunción por sus pasadas ingratitudes. Lágrimas de súplica ante el sentimiento de su propia debilidad. Debe perseverar largo tiempo en estas lágrimas de penitencia.
Con esta perseverancia en el arrepentimiento, conseguirá una fortaleza mayor en sus resoluciones y crecerá en humildad, vigilancia y espíritu de mortificación y oración. Así construirá su vida espiritual sobre una base sólida.
Olvidar demasiado pronto las culpas pasadas, es a lo menos un camino falso y puede caer en una piedad sentimental, de imaginación que lleva pronto a volver a los anteriores desvaríos. El temor de Dios es el principio de la sabiduría. Si queremos elevar el edificio espiritual a gran altura, hay que establecerlo sólidamente sobre este primer cimiento que es el verdadero dolor de los pecados, el horror al pecado, la expiación de los pecados.
Progresa en el camino de la vida monástica, aquel que comienza a conocer mejor a Dios y a sí mismo. Estudia para vivir los misterios de la vida y pasión de Jesús y se esfuerza por adquirir las virtudes que le trasformarán en imagen del Señor.
En este trabajo diario de seguimiento, también encuentra fuentes de lágrimas para llorar los pecados ya que en la medida que conoce mejor a Dios, comprende más la maldad de la enfermedad del pecado. Y siente la necesidad de llorar unas faltas que no ha llorado bastante por no haber conocido mejor a Dios.
En la medida que se conoce mejor a sí mismo, descubre mejor sus menores infidelidades, aprecia mejor la culpabilidad de modo que a sus ojos parece aumentar su miseria cada día, en lugar de disminuir.
Así no solo reprueba sus malos pasos pasados, sino que lamenta las infidelidades de cada día y en su oración nunca deja de hacer una humilde confesión.
En su oración contempla a nuestro Señor para mejor conocerle y unirse a Él. En Jesús ve al autor de la vida, el modelo que imitar, la fuente de las gracias. También contempla en Él la victima de expiación, el hombre de dolores que ha expiado el pecado con su sangre y sus lágrimas. Y llora uniendo su dolor al del divino Maestro, sus faltas que han sido la causa de tantos trabajos y tantos sufrimientos. Con estas lágrimas saludables riega y fecunda las virtudes que quiere cultivar en su alma.
A medida que el alma se aproxima a Dios, dice Casiano, parece que disminuye este sentimiento del pecado. Pero teniendo un amor más puro, los intereses de Díos atraen más que los propios.
El monje que ha progresado en su camino espiritual, siente sobre todo en la oración la necesidad de amar a Dios, de unirse a El de glorificarle, de procurar su reinado por el cumplimiento de su voluntad.
¿Cual es el enemigo que impide la unión con Dios y destruye su gloria y su reino en el alma? El pecado. Por eso, el que desea ardientemente que Dios sea conocido amado y glorificado de todas las criaturas, debe llorar amargamente por los pecados de la humanidad. No puede evitar derramar lágrimas viendo la sangre de Jesús derramada inútilmente para tan gran número de personas. Llorar los propios pecados y los de los hermanos.
Las lágrimas son tanto más puras cuanto más se ama a Dios, tanto más amargas cuento mejor se comprende la malicia del pecado, tanto más abundantes cuanto es más vivo el deseo de volver a Dios la gloria que le ha quitado el pecado, y se ve impotente para todo ello.
Entonces refugiándose en nuestro Señor, penetra en sus penas interiores, penetra en sus sentimientos de conmiseración por los pecados. Llora con El y se ofrece con Él como víctima de reparación.
Así el monje, cualquiera que sea su situación, sacará siempre un excelente fruto de la práctica de este instrumento.
El santo cura de Ars, aunque no era monje, lloraba sin cesar por la malicia del pecado. Decía: pobres pecadores, que desgraciado son y añadía, si aún el buen Dios no fuese tan bueno, pero es tan bueno, y en estos momentos derramaba abundantes lágrimas.
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