28. Vencer el orgullo.
Los que así proceden son los temerosos de Dios y por eso no se inflan de soberbia por la rectitud de su comportamiento, antes bien, porque saben que no pueden realizar nada por sí mismos, sino por el Señor (30)
Tenemos al presente una tercera condición para entrar en el tabernáculo. Referir a Dios toda la gloria de nuestras acciones. Para ello tenemos que vencer el orgullo
Es difícil de vencer por razón de llevarlo siempre con nosotros, sin poderlo separar de nuestro yo. El hombre caído es naturalmente egoísta, no piensa más que en sí mismo, todo lo refiere a sí mismo, atribuyéndose el mérito de sus acciones. Siempre nos persigue, pero cuando consigue ocultarse en el bien o con alguna virtud, es peligrosísimo y difícil de combatir por no descubrirlo.
Si nos lleva a buscar las alabanzas y aplausos de los hombre, es fácil reconocerle y por tanto rechazarle. Pero no es tan fácil cuando nos inclina a las buenas acciones, es más sutil, y hay que vigilar atentamente, sino queremos naufragar en el puerto.
El gozo que acompaña a las buenas obras, puede venir de Dios, o también puede proceder de la vanagloria. Por ello es un enemigo difícil de descubrir y combatir.
Es además un enemigo traidor, que desea apoderarse de nuestros méritos. Nuestras buenas obras pueden ser el alimento de una vana complacencia: “sus buenas obras” dice S. Benito.
Es como un gusano escondido que corroe todos nuestros méritos, hasta no dejar más que la corteza exterior, la apariencia que se engrandece ante los propios ojos, y por ello también se dice “la hinchazón del orgullo”.
Todo lo que no hagamos por Dios carece de mérito, ni para nosotros, ni para bien de la Iglesia. Seria una desgracia que al fin de nuestra vida nos encontrásemos con mucha paja y poco grano, a pesar de haber luchado con los enemigos exteriores y esforzados en la buena observancia. Jesús dirá: “en verdad os digo, ya habéis recibido vuestro premio”
El orgullo no solamente es enemigo nuestro, sino también de Dios. Cuando nos dejamos llevar del orgullo, nos apropiamos de los bienes de Dios, le usurpamos el puesto. Bien sabemos que sin Dios no podemos nada, sin embargo, llevados de un amor desordenado a nosotros mismos, aparentamos ignorarlo y obramos como propietarios atribuyéndonos las buenas obras como si las hiciésemos nosotros solos.
Dios abomina este vicio. Vemos por la Escritura como lo castiga con severidad. David movido por un sentimiento de complacencia hizo un empadronamiento de su pueblo y una epidemia llenó de angustia durante tres días a todo Israel. Exequias mostró lleno de orgullo los tesoros de su palacio a los embajadores de los caldeos, y poco después fueron trasladados a Babilonia.