13.-Para que por haberse dignado contarnos ya en el número de sus hijos, jamás se vea obligado afligirse por nuestras malas acciones.
(Pro. 5)
Amar a Dios es nuestro fin como cristianos y como monjes. Todos los consejos que da S. Benito se encaminan a conducirnos a este fin. Estas frases del prólogo nos pueden dar pie para recordar cómo somos hijos de Dios por la creación. Dios nos ha creado por amor. Nos ha dado la vida, el cuerpo, el alma, todas las facultades. Ha puesto a nuestro servicio todas las criaturas que nos rodean.
Su providencia vela sobre nosotros con maternal cariño. Nos defiende de nuestros enemigos. No hay paternidad comparable a la de Dios. Esto puede darnos materia para meditar toda nuestra vida. Sta. Teresa del Niño Jesús en una ocasión la ven cosiendo con mucha rapidez y con el rostro trasformado. A la pregunta sobre lo que le sucede, contesta: Estaba rezando el padrenuestro, pero me he quedado considerando la palabra Padre. ¡Poder llamar a Dios Padre nuestro! Y derramaba abundantes lágrimas. Lo hace la gracia del Espíritu Santo, ilumina con nueva luz, aquello que quizás todos los días hacemos sin percatarnos de su grandeza.
Somos también hijos de Dios por la gracia. Creados para ser verdaderamente de la familia de Dios, participantes de la naturaleza divina, nos arrebató el pecado nuestros derechos y privilegios. ¿Qué hace nuestro Padre? De tal modo amó Dios al mundo, que no perdonó a su Hijo Unigénito, ese Hijo que nos amó hasta el extremo de entregarse por nosotros, cargando con nuestros pecados y dándonos todos sus méritos
Por medio del bautismo y demás sacramentos, nos comunica su vida. Si vivimos en estado de gracia, nos reconoce como hijos muy amados, y pone en nosotros sus complacencias. Nosotros, con toda verdad le podemos llamar Padre.
Nos ha regalado con la vocación monástica, multitud de gracias. ¡Podremos contar las gracias que a través de ella recibimos en un solo día! Solo en la eternidad lo podremos descubrir. La presencia del Señor en medio de la comunidad, buenos ejemplos, alejamiento de peligros, canto del oficio divino, lecturas santas, oración frecuente, silencio… ¡Cuántas veces al cabo del día viene la gracia a llamar a las puertas de nuestro corazón! Como hijos privilegiados de Dios nos ha escogido para “estar con él” (Mac 3,14)
Nuestras malas obras contristan el corazón de Dios, corazón de Padre, porque el pecado es un mal por esencia. Por el pecado se prefiere la criatura al Creador. Es un mal tan grande que ha sido menester que Cristo ofreció su vida para redimirnos del pecado. Todas las criaturas sufriendo por toda la eternidad no podría reparar el ultraje por un solo pecado.
Dios ha colmado la humanidad de bienes, y la humanidad se sirve de estos bienes, para crucificar de nuevo en el corazón al Hijo de Dios,
En el salmo se dice, “yo soportaría que mi enemigo me maldijese, pero tu que eres uno conmigo, mi confidente, que gozabas de las delicias de mi mesa, con quien he vivido corazón a corazón.
S. Benito pisa tierra y prevé que el monje puede obrar mal. La experiencia confirma esto.
Si una madre no puede asistir sin quebrantársele el corazón a una agonía lenta y dolorosa de su hijo, ¿podemos creer que Dios, cuyo amor sobrepuja infinitamente al de todas las madres, quede indiferente, viendo a sus hijos preferidos, consagrados por la doble consagración, bautismo y profesión, victimas del mal? Y por nuestra parte, ¿Nos atreveremos a contristar el corazón de nuestro amantísimo Padre? S. Benito lo advierte, “no tenga un día que contristarse de nuestras malas obras”.
Creo que estas sencillas reflexiones que nacen de una lectura reposada del prólogo, nos pueden hacer bien, pues tenemos el peligro de que por ser verdades demasiado sabidas, las tengamos un tanto marginadas.