43.-Las clases de monjes.
Antes de comenzar el comentario del texto benedictino del cap. 1, vamos a recordar algunas ideas sobre el fenómeno de la vida monástica.
La vida monástica no constituye una manifestación peculiar del cristianismo. “Es un fenómeno humano y por lo tanto universal que ofrece las mismas características en todas las latitudes”. Nació y se sigue manifestando por las aspiraciones religiosas y morales profundamente arraigadas el corazón del hombre. Aspiraciones que en algunos logran superar los instintos más fuertes de la naturaleza y orientar toda su existencia.
Estas aspiraciones o tendencias pueden reducirse a dos, el ascetismo que impele a purificarse de sus faltas y librarse de toda esclavitud de las pasiones, y tendencia a la mística o deseo congénito de realizar de algún modo ya en este mundo, su unión con la divinidad.
El monacato es la manifestación práctica de estas tendencias y anhelos en un estilo de vida que permite y favorece su desarrollo.
El origen de la vida monástica en lo que tiene de más esencial, se pierde en la noche de los tiempos. Las manifestaciones presentan gran variedad. En algunos casos una intensidad y volumen admirables. La India, país profundamente preocupado por los problemas de la religión, la santidad y la liberación, constituye un ejemplo insigne, pero no único. Conoció el monacato desde tiempos inmemoriales. Variedad de monjes: brahmanista, jaimanista o budista atraviesan toda su historia, y siguen floreciendo.
En el pueblo judío del AT. Encontramos varias manifestaciones. La más importante en cuanto a conocimiento, es la de qumrân, junto al mar Muerto. A estos monjes se refiere probablemente Josefo con el nombre de esenios.
En los filósofos clásicos tampoco han faltado estos rasgos monásticos. Principal relieve es el de Pitágoras (580 a.C.)y sus discípulos.
La aparición del monacato en el seno del cristianismo está envuelta en espesa bruma. Sabemos que la Iglesia Apostólica y posteriormente en la de los Mártires, tenían sus vírgenes consagradas y los ascetas, que son auténticos predecesores de los monjes cristianos. Practicaban el celibato, llevaban una vida pobre y austera y se agrupaban poco a poco o vivían aisladamente.
En la segunda mitad del siglo III, algunos de ellos, en particular en Egipto, se retiraron al desierto.
No podemos llamar a ninguno como fundador y un lugar como cuna determinada de este fenómeno. Nació un poco por todas partes como producto de la santidad de las diversas iglesias locales.
Lo que si que podemos afirmar con certeza es que estos primeros monjes cristianos, no se vieron empujados a este género de vida por influencia de vida monástica anterior no cristiana. Fue el deseo de seguir a Cristo, librándose de todo aquello que les podía impedir seguir la llamada del evangelio al seguimiento, y su deseo de unión con El. Así vemos a S. Antonio que escuchando la lectura del evangelio en la celebración de la eucaristía, cuando se sintió interpelado a realizar aquello que acababa de escuchar. Y las formas que tomo, son esas universales que laten en el hombre por el hecho de serlo.
En el siglo IV, con motivo de la paz para la Iglesia adquirió mucho auge. La ola de mediocridad que penetró en la Iglesia, fue causa de su auge, con el deseo de reproducir a la primera comunidad de Jerusalén, tal como la describen los Hechos de la Apóstoles. Es una constante que se repite en el monacato primitivo. Casiano se esfuerza en demostrar que los monjes proceden en línea recta en una sucesión ininterrumpida de aquellos primeros creyentes, que “Vivian todos unidos, tenían todo en común y vendían sus posesiones y bienes para repartirlos según la necesidad de cada uno,” y “poseían un solo corazón y una sola alma”
En pleno siglo IV y V formaban un verdadero maremagnun un tanto caótico. Pululaban por todas partes y de la más variada catadura. S. Benito, como vamos a ver, los divide en cuatro clases.
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